La noche era gélida y apetecía sobremanera encontrar una posada en aquel villorio para calentarse frente al hogar y tener una comida frugal, una hogaza de pan, algo de queso y el único vaso de vino que podía permitirse a diario.
El pollino de Randall iba atado de la enorme montura en la que montaba ahora, Hontax, el caballo del paladín al que tenía que acompañar hasta este pueblo alejado de la misericordia de Ilmáter, y ahora el asno lo miraba con sus ojos azabaches con lo que cualquiera podría expresar como un sentimiento de pesar por aquél muchacho.
El pelo negro desordenado en greñas bajo la capucha de la capa, vestido únicamente con una simple túnica ya sucia del polvo del camino y cubierto por una gruesa sobrecapa que le servía de manta cuando dormían al raso, le hacían merecedor de lástima, y más de uno lo hubiera podido tomar por un mendigo. Sin embargo un aura de determinación y fuerza rodeaba a aquel chico.
Su figura era engañosa pero un experimentado hombre de armas podría deducir por aquellas anchas espaldas y las manos callosas que podría presentar una buena pelea de taberna. Sin embargo, Randall era de espíritu pacífico y noble, siempre dispuesto a ayudar al prójimo y liberar a la buena gente de sus cargas y pesares.
Sólo había conocido el interior amurallado de la ciudad-fortaleza en la que fue criado por los monjes Engalanados de la orden del Quebrado, los Caballeros de las Sagradas Espinas. Fue abandonado ante las puertas de la abadía en el año de las plagas, uno de los peores tiempos que se recuerdan por aquellos valles. La criatura fue recibida como una señal de la deidad ya que presentaba bajo su ojo izquierdo una marca de nacimiento con forma de lágrima gris, el símbolo de Ilmáter que los más ancianos se tatuaban.
El niño fue criado sin consideraciones especiales, como si de uno más de ellos fuera, aunque secretamente esperaban algo de él. Hacía pocas dekhanas que había llegado una misiva de la sede en la que se les instaba a que Randall fuese el escudero de un caballero de las Sagradas Espinas.
Así fue como Randall marchó de la abadía, con pesar por dejar atrás a aquellos queridos monjes, y con la inquietud de recorrer tierras desconocidas y de las que sólo sabía por sus horas de lectura en la biblioteca. El padre Jamrael le había regalado unos tomos para su viaje y le había dicho que de ellos podría continuar aprendiendo, con mucha disciplina de su parte, el camino del Quebrado.
El pollino de Randall iba atado de la enorme montura en la que montaba ahora, Hontax, el caballo del paladín al que tenía que acompañar hasta este pueblo alejado de la misericordia de Ilmáter, y ahora el asno lo miraba con sus ojos azabaches con lo que cualquiera podría expresar como un sentimiento de pesar por aquél muchacho.
El pelo negro desordenado en greñas bajo la capucha de la capa, vestido únicamente con una simple túnica ya sucia del polvo del camino y cubierto por una gruesa sobrecapa que le servía de manta cuando dormían al raso, le hacían merecedor de lástima, y más de uno lo hubiera podido tomar por un mendigo. Sin embargo un aura de determinación y fuerza rodeaba a aquel chico.
Su figura era engañosa pero un experimentado hombre de armas podría deducir por aquellas anchas espaldas y las manos callosas que podría presentar una buena pelea de taberna. Sin embargo, Randall era de espíritu pacífico y noble, siempre dispuesto a ayudar al prójimo y liberar a la buena gente de sus cargas y pesares.
Sólo había conocido el interior amurallado de la ciudad-fortaleza en la que fue criado por los monjes Engalanados de la orden del Quebrado, los Caballeros de las Sagradas Espinas. Fue abandonado ante las puertas de la abadía en el año de las plagas, uno de los peores tiempos que se recuerdan por aquellos valles. La criatura fue recibida como una señal de la deidad ya que presentaba bajo su ojo izquierdo una marca de nacimiento con forma de lágrima gris, el símbolo de Ilmáter que los más ancianos se tatuaban.
El niño fue criado sin consideraciones especiales, como si de uno más de ellos fuera, aunque secretamente esperaban algo de él. Hacía pocas dekhanas que había llegado una misiva de la sede en la que se les instaba a que Randall fuese el escudero de un caballero de las Sagradas Espinas.
Así fue como Randall marchó de la abadía, con pesar por dejar atrás a aquellos queridos monjes, y con la inquietud de recorrer tierras desconocidas y de las que sólo sabía por sus horas de lectura en la biblioteca. El padre Jamrael le había regalado unos tomos para su viaje y le había dicho que de ellos podría continuar aprendiendo, con mucha disciplina de su parte, el camino del Quebrado.
Es un monje Aasimar.
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